21. El propietario
“Soy el propietario”. Con esa frase solía presentarse el hijo de un empresario exitoso. Cuando tomaba o impartía conferencias de negocios, con mucho orgullo comentaba “soy el propietario de los negocios de mi familia”. Desde el punto de vista legal, no tenía posesión de las acciones de los negocios y, por tal razón, no lo era; sin embargo, su padre le enseñó a presentarse como el propietario. Algún día lo sería, ya sea por testamento o por donación de acciones, pero aún no estaba definida la fecha.
Inició en los negocios familiares participando en diversos departamentos, siendo su especialidad las relaciones públicas. Con mucha facilidad podía conseguir contratos para las empresas, principalmente del Gobierno, donde tenía excelentes relaciones.
El padre se dio cuenta del potencial que tenía su hijo, estaba preparado profesionalmente y había cursado estudios superiores en el extranjero, dominaba varios idiomas y era excelente con las relaciones interpersonales. Su gran problema, su impuntualidad. Llegaba tarde siempre a las juntas de trabajo y, en muchas ocasiones, no asistía a los negocios debido a viajes de placer que hacía con sus amigos para ir de cacería o para jugar torneos de golf en el extranjero.
Tener en la organización a un personaje como el que nos ocupa relajaba mucho a los demás trabajadores y además les quitaba mucho tiempo, sobre todo en comidas de negocios que, por lo regular, terminaban muy tarde.
Un buen día, su padre lo despidió de los negocios. Le sentenció: “Si continúas así, arruinarás mis negocios”. Le cantó sus verdades e hizo énfasis en sus debilidades y en la forma para superarlas. No obstante, le veía un gran potencial, pero sólo en las relaciones interpersonales. Podía conseguir contratos y los clientes le creían todo lo que decía porque tenía el respaldo de la reputación de su padre y de las empresas que había fundado.
Finalmente el padre decidió darle la lección de su vida. “A partir de hoy, serás el propietario de mis negocios y así te presentarás. Por tal motivo, te daré de baja como trabajador y no participarás en la operación de los negocios en forma directa.
Algún día tendrás el control de todos los negocios, pero se requiere que tengas madurez y aprendas a administrarlos por lo que, a partir de hoy, invertiré en tu persona, contrataré un consultor profesional quien te indique el mejor rumbo para que puedas conseguir tus objetivos.
Recibirás flujo de efectivo por comisiones de los nuevos negocios que consigas a través de tus relaciones y te haré llegar dividendos de algunos de los negocios, a través de la figura del usufructo de acciones, en donde yo me quedo con la nuda propiedad de las acciones y tú con el usufructo que te dará derechos corporativos sobre las acciones y posibilidad legal a percibir dividendos de esas empresas”.
La decisión del padre fue oportuna, ambas partes lograron sus objetivos. La empresa marchaba bien y el hijo estaba satisfecho por el momento, sabiendo que era el PROPIETARIO DE LOS NEGOCIOS DE LA FAMILIA y que algún día llegaría a tener la posesión legal de los mismos.
Este caso lo encontramos en muchas familias y una buena alternativa consiste en mantener alejado al hijo de la administración de la empresa hasta que alcance la madurez necesaria que se requiere para llevar por buen camino a las empresas.
Resumen
El dilema es dejarlos aprender y madurar participando en la empresa familiar o en empresas ajenas. Lo importante es enseñarles a ser accionistas, no empleados.
El empresario debe decidir en qué momento y cómo hacer a sus hijos los verdaderos propietarios. En vida, parcialmente con la nuda propiedad o con el usufructo y totalmente al morir.
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